sábado, 28 de noviembre de 2009

La Mariposa Asesina

LA MARIPOSA

el Sábado, 29 de noviembre de 2008 a las 15:07

Yo confieso

A la víspera de mi cumpleaños el siete de mayo de mil novecientos noventa, abrí los ojos, y me estremecí. Se encontraba ella frente a mi, era (in) explicable su presencia o ausencia, sus ojos eran oscuros y sus alas, ¡si, sus alas!, expandidas hacían una magnifica figura. Era una mariposa, alcé mi vista, divisé por la ventana la ciudad impasible. Salté de la cama, vi mi reflejo en el espejo, lucía esperpento. Me refresqué con agua el rostro, y aún permanecía clarividente.

Volví a mirarla y la contemplé por unos minutos, ella me miró con poco entusiasmo, impávida ante mi sorpresa, ante mi falta de entendimiento del porqué ella había entrado sin pedir permiso, sin avisar. Al cabo de unos minutos, desapareció.

La busqué infructuosamente, volteé todos los muebles de la habitación y siguió escondida. Había decidido días antes ponerle un nombre; “Rebeca”. Pero ella a pesar de mi insistencia nunca respondía a mi llamado. ¿Será que no le gustaba el nombre? Me di por vencido.

Los pajarillos que se asomaban por la ventana me despertaron al día siguiente. Estuve atento de inmediato pensando que era Rebeca quien me cantaba al oído. Me decepcioné mucho al no verla. Lloré un poco, desconsolado. Sentí una vez más la soledad.

La tarde de un día después volví a verla, posaba sobre uno de los costados de una mesa de donde se sostenía mi computador, obsoleto pero, lo suficientemente útil como para conectarme a un mundo exterior desconocido. Recuerdo que la saludé feliz, y sus palabras estaban plagadas de una acritud que me convirtió desde ese instante en un nihilista de por vida. La odié con dedicación y juré asesinarla en cuanto pudiera acecharla y hacerla mi victima.

Tal vez me oyó el juramento aquella tarde veraniega, tres años contados habían pasado y ella jamás había regresado. Me enseñó que la vida te regala una oportunidad, única oportunidad, por esa razón debí matarla cuando pude. Ahora ya no se encontraba y nada yo podía hacer.

El frío invadió mi espacio, me confundió con los esquimales y trató de apoderarse de toda mi materia. Mil gritos que escuchaba silente, cien golpes que soporté apacible, diez heridas que escondí entre mis más grandes temores de ser descubierto. No puedo descifrar veinticinco años después por quién callé tanta atención violenta desmedida por parte de quienes alguna vez ostentaron el titulo de padres.

Las monjas de aquel convento aburrido y nefasto dónde mis progenitores me abandonaron, me expulsaron cuando demostré haber sido educado para convertirme en una persona capaz de realizar los actos más soeces. Muy lejos de todos mis maestros del arte macabro, pude acrecentar mis revoluciones internas, que se pasearon externamente en cada una de las aventuras crueles que logré alcanzar con el más acertado de los atinos.

Cada una de las mujeres que enamoré a mi paso, fueron las replicas obligadas de mis mariposas de infancia. Sumé siete en total, mi edad para cuando encontré a la otrora oruga transformada, aquella que me enseñó más que cualquier infame casa de aprendizaje. Aprendí con ella que la soledad era mi aliada para alimentar mis grandes recovecos carentes de amor. Palabra desterrada de mi existencia atribulada. Jamás recularé de mis actos, hoy a cinco meses de estar apresado, seguro me encuentro de lo que cometí. Yo, Vicente Márquez, de lo que me acusan, me declaro confeso. Una vez, hace mucho tiempo, hice una promesa, quizá no pude cumplirla del todo, pero me satisfizo la idea de que ellas, aunque no tuvieran alas, hayan sufrido lo que aquella mariposa bella y perversa me hizo padecer.

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